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Un toque italiano
–TECERA parte–
Los extremos de la bota

 

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Por Javier Carlo


Foto de:Rhina Mena

 

Luna creciente. Nadie imagina que una estación de tren como Campo di Marte, en Firenze, llegue a ser un lugar de enfrentamiento para sanar y crecer, motivado por los planteamientos de una madre humanista; en tanto que se espera un servicio que a las 2 de la mañana, ya lleva más de una hora de retraso. No hay bancas en los andenes, así que los transeúntes nos encontramos –literalmente– en el piso. El destino: Venezia.

Dormir en un tren –créanme– no es la mejor opción, menos si se trata sólo de unas cuantas horas. Este viernes de 6 de la mañana, en la que podría ser la ciudad más célebre de Italia, nos recibe con un sol inmenso de color naranja, el cual opaca con desdén las cúpulas y los espectaculares que se aprecian al salir de la estación de Santa Lucia; pese al sopor de la laguna. La estampa se muestra maravillosa toda vez que uno no hable ni intente pedir información en este ambiente de islas y canales, desconocido para la mayoría de los viajeros, que pronto ha de volverse algo caótico.

Japoneses, estadounidenses, alemanes, argentinos, nosotros mexicanos… muchas palabras en un correcto inglés; la Ferrovía se asemeja más a Babel que a la ciudad de ensueño que hemos venido a visitar, pues el personal de servicio, los administrativos, los comerciantes, los guardias de estación y hasta los policías, se niegan a escuchar nuestras frases (insisto, en inglés), a menos que estas sean pronunciadas en italiano. Nadie dice, nadie sabe, la incomunicación es total. ¡Cómo en una ciudad tan romántica como ésta, he visto llorar lo mismo a señoras de 60 años que a jóvenes de 20 frente a tal situación!

La necesidad más que la impotencia, es la que hace que recupere el poco italiano que no practicaba en más de una década y pida las referencias pertinentes para movernos por estos circuitos, con una soltura y un tono de los cuales –incluso ahora– me sorprendo. El apellido me ayuda un poco, más no así la estatura. Piensan que soy del sur.

El colmo, habrá que caminar hasta uno de los extremos de Cannaregio para llegar al hotel. –¡Mamá, por qué traje tantas cosas y por qué compre tantas más!– Y no, a estas horas no hay vaporetto que nos lleve. Mi consejo, dejar el equipaje en la consigna de la estación, será caro pero uno podrá desplazarse en esta ciudad poco ortogonal; baste señalar que Venezia –simplemente– está conformada por 118 islas, unidas por unos 354 puentes. Así que insisto, dejen las maletas. 

Una horas de buen sueño son capaces de contrarrestar cualquier mala experiencia, así mismo este sol que en un su ocaso convierte la laguna en un caleidoscopio que replica sus tonos naranja y mancha la ciudad de verano tibio, por donde transitan las góndolas, la fascinación y los suspiros de sus visitantes. El león alado –símbolo de Venezia– es testigo atónito del abolengo de esta urbe, la cual suele sobreponerse a cualquier vicisitud, tal como ocurre en primavera y otoño, cuando el nivel de la marea inunda la Piazza San Marco por completo.

Venezia, célebre por su carnaval, por su bienal de arte y sus historias de callejuelas, en las que se entremezcla la realidad con la fantasía, incluso con el morbo, pues no en pocos sentidos esta es –también– una ciudad de excesos; por la cual sugiero caminar, navegar y dejar seducirse antes que atisbar los recovecos de sus palacios y museos. Pese a los costos como a la aglomeración que –siendo honesto– no es un aspecto nimio.

Así, desde Canareggio, una de las experiencias más bonitas que he vivido es partir, como alguna vez lo hizo Marco Polo (sí, desde este barrio), hacia lo desconocido; en un primer momento, un pequeño viaje hacia la cotidianeidad de esta ciudad, de marineros diligentes, tiendas gourmet y algunas de las artesanías más hermosas que jamás haya visto, como el cristal, el encaje, las capas, los sombreros y por supuesto las máscaras; y en particular, un Gato con Botas al que sólo le hacía falta hablar, del cual –reconozco– quedé encantado. Un pequeño paseo a las islas de Murano y Burano, cabe señalar, es imperdible.

No habría que dejar de cruzar ningún puente que se halle en el camino, desde los pequeños hasta los más afamados como el Ponte delle Guglie, el Ponte di Rialto o el Ponte dei Sospiri (este último de acceso restringido), pues cada cual acoge una leyenda. Si se tiene la oportunidad de cenar a la orilla del Gran Canal (insisto en el barrio de Canareggio), es preferible a hacerlo en el centro. La diferencia estriba en el sabor y la sencillez.     

La Luna seguía creciendo y tras esas noches de julio en Venezia, habría de emprender un trayecto del que sólo sabía que pasaría por Roma, pues luego de algunos días de grata coincidencia, mi mamá regresaba a la Ciudad de México. Sin itinerario alguno y apenas escasas referencias sobre Palermo –incluso geográficas–, tenía sólo 48 horas para llegar al otro extremo de la bota.

Pero antes de continuar, quiero hacer hincapié en las áreas de oportunidad que –a mi parecer– tiene una ciudad como Venezia, cuyo sentido histórico, cultural y artístico, así como su nombramiento cual Patrimonio de la Humanidad, no justifican –por sí mismos– su posicionamiento como una de los destinos más visitados y caros del mundo, toda vez que la cultura de servicio deja mucho que desear.

Hoy por hoy, el turismo aún llega por sí solo a Venezia, sin embargo, la ciudad ha perdido terreno frente a otras como Roma o Firenze[1].

Por una parte, la población manifiesta su descontento frente a la llegada diaria de miles de turistas, a quienes consideran que han tomado –literalmente– su localidad. Así, los mayores no aceptan la dinámica turística por completo, no obstante preservan las tradiciones y cultivan la hospitalidad. Los jóvenes, en cambio, comprenden que el turismo es el principal motor económico de Venezia, por encima del comercio o de la pesca, los cuales dependen –en efecto– de tal actividad, empero, perciben la actividad turística como un mero negocio. En uno y otro caso, la actitud no se enfoca –propiamente– hacia el viajero, sino a lo que éste podría llegar a alterar, o bien dejar a la urbe.

La educación, por otra parte, tampoco hace énfasis en esta cultura de servicio, pese a que la Università Ca’ Foscari Venezia fue la primera en desarrollar estudios económicos y de comercio en toda Italia[2]. En las librerías, es posible encontrar títulos recientes sobre mercadotecnia de servicios, en idioma inglés, pero aunque suene absurdo existe resistencia –incluso– por parte de los mismos estudiantes de consultar textos que no estén en italiano; en consecuencia, la actualización acerca de estos temas advierte un rezago y su proyección al ámbito real no siempre es palpable. Escenario que en términos de mercadotecnia no es congruente con la naturaleza económica de la ciudad, ni con la apertura al contexto global, de tal forma que una ventaja competitiva que se fundamente sólo en sus contenidos (patrimonio) ya no será viable en unos cuantos años.

Aunado a ello, el manejo de la tecnología digital y su aplicación al rubro turístico no suele ser tan evidente como lo es en otras ciudades que ya he visitado, esto es, no existe un arraigo como tal, aspecto que se opone por completo a la dinámica de uso del viajero del siglo XXI.

La mitad de la Luna yace en el firmamento sobre el tren, a mitad del camino. Un alto total y varios inspectores solicitan documentos. En mi caso, el pasaporte ha sido suficiente, más no así para mis compañeros de compartimento, 2 jóvenes sicilianos que oscilan los 20 años. Haciendo una comparación física, bien podrían ser mis parientes. Al menos 20 minutos se han tomado con ellos para verificar sus identidades, las que –incluso– validan vía telefónica. Una vez solos, pregunto por qué. –Estamos cruzando Napoli y cualquier italiano aquí podría ser mafioso, aunque esta vez ha sido algo exagerado–.

La Luna se mueve y el tren también. De pronto despierto, sin ver a mis ‘paisanos’; los vagones viajan inmóviles y a ambos lados se aprecian otros más: es como si estuviéramos dentro de un gran estacionamiento para trenes. Escucho el grito de uno de los muchachos: bajo del tren, subo unas escaleras y lo sigo hasta darme cuenta que –en efecto–, estamos a bordo de un Ferry. –¿Quiere un café?–. Es de madrugada.

 

[1] Fuente: Ranking Euromonitor International 2010.
[1] Università Ca' Foscari Venezia.

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Javier Carlo
Maestro en Comunicación por parte de la Universidad Internacional de Andalucía (UIA), España, y es Licenciado en Ciencias de la Comunicación egresado del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), México. En la actualidad, cursa la Maestría en Administración de Tecnologías de Información, en la Universidad Virtual del Sistema ITESM. Profesor del departamento de Comunicación y Arte Digital del Tecnológico de Monterrey, Campus Estado de México, y profesor del postgrado en Gestión e Innovación Educativa de la Universidad Motolinía del Pedregal.

Contacto:
jcarlomena@gmail.com
http://www.facebook.com/javocarlo http://www.cafeycatedra.blogspot.com

 


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